No muy lejos de Pablo andaba Nisco, que tampoco peleaba al uso de la tierra, como su adversario quería; es decir, pecho a pecho y brazo a brazo, con variantes de zarpada y mordisco, sino a puñetazo seco y a rempujón pelado; mas no procedía así porque su adversario fuera más fuerte que él, pues allá se andaban en brío y tamaño, sino porque en el hijo de Juanguirle obraban la vanidad y la presunción lo que en Pablo la necesidad aquel día. Es de saberse que hasta para luchar a muerte era vanidoso y presumido el demonio del muchacho aquel. Así, se le veía rechazar a su enemigo con un golpe seguro y meditado y aprovechar la breve tregua para atusarse el pelo y acomodar el sombrero en la cabeza. Sus brazos, antes de herir con el puño, describían en el aire elegantes rúbricas, y no tomó actitud su cuerpo que no fuera estudiada. Parecía un gladiador romano. Estaba un poco pálido y se sonreía, mirando a las muchachas que le contemplaban. Otras veces recibía con las manos la embestida del enemigo; le sujetaba por los brazos, le zarandeaba un poco y después le despedía seis pasos atrás; y vuelta a componerse el vestido, a colocarse el sombrero, a sacudirse el polvo de las perneras y a sonreír a las muchachas, entre las que estaba Catalina, a tres varas de él, anhelosa, conmovida y siguiendo con la vista, y en la vista el alma, todos sus ademanes y valentías.